7 de agosto de 2013

La Sociedad de Asesinos: Alaska.

Alaska

En el año 2100, el mundo abrió los ojos a una nueva realidad que no podía negar. La tierra fue castigada por diversos desastres naturales, las tierras bajas se hallaban sumidas bajo las aguas y las tierras altas se convirtieron en el único sitio apto para vivir. Allí convivíamos; sí, todos.

Alaska alguna vez fue un lugar inhóspito, poco habitado, debido a las temperaturas bajas y a la rudeza del clima; ahora, después de los grandes deshielos y las pérdidas de lo que alguna vez se llamara Polo Norte, era uno de los sitios más poblados. Los humanos no habían reparado en los desastres que desencadenaron con sus conductas descuidadas y destructivas. Poco quedaba del límite que separaba lo normal de lo anormal, los seres humanos dejaron de ser la raza dominante, el mundo humano fue puesto en jaque; ellos eran los culpables, ahora debían vivir sus consecuencias. Con eso, y con nosotros. Debieron entender, por la fuerza, que todo aquello que se narraba en los cuentos de terror, que veían en películas de época, existía y vivía junto a ellos.


Cuando aparecimos, nosotros, los malditos, éramos perseguidos y asediados; ahora, en el 2160, unos sesenta años después, estamos casi a la par. Hubo muchos muertos de ambas partes, muchas pérdidas, y actualmente el mundo intenta ser algo parecido a lo que se conocía de él, las urbes tratan de levantarse a fuerza de terquedad sobre las ruinas sucias y frías, buscan parecerse a aquel lugar que alguna vez contuvo al hombre y lo resguardó, solo que algo ha cambiado para siempre: Nosotros existimos.

Los hombres debieron aceptarnos en su mundo y llegaron a una tregua en el año 2156. Una fina tregua que pendía de un hilo, pactada por los seres oscuros y los humanos por igual. Las autoridades de ambos bandos velarían por la seguridad de los suyos, cooperando, a veces. En los cielos los dioses pugnaban por la existencia de unos y otros; pero ninguno de los bandos ganó.  Los seres de la oscuridad vivíamos bajos reglas claras, nunca debíamos mezclarnos.

Convivíamos, sí. Transitábamos y compartíamos las mismas tiendas, los mismos edificios, incluso a veces las mismas camas, pero no nos mezclábamos, solo establecíamos vínculos efímeros. 

Cualquier otra posibilidad pondría en riesgo a los humanos.

Si un humano era encontrado culpable de perversión, que se definía como vender su alma al maligno y por decisión propia formar un vínculo con uno de los oscuros, podía ser condenado a muerte por estar con alguien de los nuestros.

De ambos bandos, había castigo. El oscuro que se ligara a un humano, influyéndolo a perder su alma, moría también. Eso dejaba un fino límite entre el bien y el mal para la coexistencia de nuestras razas. Cualquiera que incumpliese  las reglas moriría, sin vuelta atrás.  Pero el mundo era algo peor que aquello: lo que ocurría en mi mundo era un constante juego con la muerte; los humanos no alcanzaban a ver el cuadro completo, sabían de la existencia de algunos, pero había muchos que  eran desconocidos, incluso para nosotros. Alguien debía mantener el balance y por eso vivíamos.
Nosotras tres formábamos parte de una gran corporación que mantenía ese balance: La S.A., la sociedad de asesinos. No era simplemente un trabajo, estaba en nuestros genes, veníamos preparadas para ser tales.

Asesinas. 

Teníamos las condiciones necesarias para el trabajo que hacíamos: rápidas, letales y, por sobre todo, parecíamos indefensas.

Un jaguar, una licántropa y una vampiresa.

Eso éramos, el arma más letal de la agencia dado que, como se supo luego de muchas investigaciones y asesinos heridos, las féminas somos menos propensas a cometer errores y a caer en la tentación de la carne de cualquier tipo; se decía que las féminas nunca nos desviábamos ni éramos tentadas por el enemigo.

Al menos así lo era; yo creía en eso. Lo creía, hasta que lo conocí. O mejor dicho: los conocí.

¿Les dije que suelo meterme en problemas?


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